EL
25 S NO ES EL 15 M
El Ministerio del Interior
acusa a los manifestantes del 25 S de querer tumbar el sistema. Días antes de
la manifestación Dolores de Cospedal y la Delegada del Gobierno en Madrid,
Cristina Cifuentes, caldean el ambiente comparando esa manifestación con el
intento de golpe de estado del 23 F. Los hechos de esa manifestación y de como
de una protesta pacífica se exprime la imagen de violencia, son suficientemente
conocidos. Como lo es el intento fallido de criminalizar a sus organizadores,
intentando su imputación por delito contra las instituciones del Estado, por
una supuesta intención de ocupar el Congreso de los Diputados, de la que nadie
vio ni un atisbo y, consecuentemente, ha sido rechazada por la Audiencia
Nacional.
De las barbaridades que
sobre ello han vertido desde el TDT party y otros sectores de la extrema
derecha más vale ni hablar.
Vueltas las aguas a la
tranquilidad, salvo los excesos valorativos del Juez Pedraz y los mayores
excesos del popular Rafael Hernando, y
eximidos promotores y asistentes de cualquier responsabilidad, es oportuna una
reflexión política profunda sobre los objetivos de los manifestantes y el
efecto real de la manifestación. Porque, pese a las comparaciones
interesadas, ni en sus objetivos, ni en su desarrollo y efectos, el 25
S tiene que ver con el 15 M.
El 15 M ponía el foco en
la crisis y sus causantes, un sector financiero sin control, denunciaba que los
paganos eran los que no tenían responsabilidad alguna, defendía el estado de
bienestar y la necesidad de regenerar la política, en suma. El 25 S olvida todo
eso y se convierte en una arremetida, sin matices, contra los políticos
elegidos.
Objetivamente, tal como se
ha planteado, convierte la reivindicación en un arma en manos del PP, o al
menos de sus sectores más derechistas. Les da armas ideológicas porque,
independientemente de sus fallos y los problemas existentes, no se puede
rechazar, de forma inconsciente, la democracia representativa -ya les gustaría a
algunos que no hubiese elecciones- y también armas políticas, porque los
eslóganes de la manifestación y el uso de la fuerza pública les sirven para
apretar las filas de los suyos y tapar el desgaste que sus recortes les están
produciendo entre sus votantes.
Además, a la concepción
política de ese PP ya le viene bien un ambiente contrario a los políticos -la
política- que les permite, a rio revuelto, proponer reducciones de
representantes o eliminación de sus sueldos, que solo les benefician a ellos y
buscan oligarquizar aún más, a su favor, la política.
Independientemente de sus
objetivos, los que promueven, en lugar de la regeneración de la política, un
discurso simplista contra los políticos, contribuyen a los intereses de un PP,
que busca restringir la democracia. Al que le vienen mejor, sin que llegue la
sangre al rio, manifestaciones en que algunos provocadores o descerebrados
contribuyan a la imagen de violencia, que acciones más masivas, aunque se
minimicen, responsables y que creen conciencia de la necesidad de trabajar
pacientemente para recuperar la política.
Porque el malestar sobre
la política y los políticos es un dato, el problema es como regenerarla, tras
años y años de hegemonía conservadora, y en un contexto de globalización sin
reglas que la ha debilitado profundamente. En un marco degradado, en que una
parte del mundo de los negocios ha conseguido corromper a una parte del mundo
de la política, aunque cuando se habla de corrupción casi siempre se habla de
los corruptos y casi nunca de los corruptores.
Tan obvia es la necesidad
de regenerar la política como la dificultad para hacerlo. Quien se crea que
puede hacerse de la noche a la mañana incurre en una gran torpeza. Y quien crea
que la necesidad de mejorar la participación de los ciudadanos se puede hacer a
costa de la democracia representativa, comete una tremenda equivocación.
En sociedades complejas y
de masas como las que vivimos, las elecciones de representantes políticos son
imprescindibles y para que existan elecciones democráticas, las organizaciones
políticas, es decir los partidos son insustituibles. Se puede, y en nuestro
caso se debería, cambiar la Ley electoral, pero sin simplezas, porque su
principal déficit es la representatividad, el que haya diputados que valgan el
triple o más de votos que otros. Y sin embargo el voto directo al representante
no sólo es un problema menor -en sistemas como el norteamericano, el británico
o parcialmente en el italiano la corrupción existe aunque se traslade del
partido al candidato- sino que puede limitar, vía voto mayoritario, aún más la
representatividad y beneficiar a los partidos o candidatos que tengan más
dinero para las campañas.
Por eso el problema
principal son los partidos, el cómo se puede abordar una reforma y renovación
de sus estructuras y funcionamientos, cómo se hacen más democráticos y conectan
y responden mejor al apoyo y los intereses de sus electores, lo que no es fácil
dados los vicios acumulados durante años en sus aparatos, y la presión
creciente que desde los aparatos económicos se ha ejercido sobre ellos. Y éste
no es un problema general, porque los ciudadanos que se ubican más a la
izquierda en política son, lógicamente, más exigentes con sus representantes
que los de la derecha.
Pero los que ahora
denuestan a los políticos deben ser conscientes de que los logros que ahora nos
recortan y defendemos, han sido posibles por la política. Que la mayoría de los
equipamientos e infraestructuras que hoy tenemos se deben a la democracia y la
política, que la educación, la sanidad, los servicios sociales, o las pensiones
universales se consiguieron en democracia y con la política.
Que nadie equivoque el
blanco, hay que denunciar a los políticos corruptos o acomodaticios, no a todos
los políticos. Hay que presionar a los partidos para que cambien, hay que
entrar en los partidos para cambiarlos o hay que crear nuevos partidos, con
mayor participación y apoyo para tener representación política, no descalificar
a los partidos de forma general. Es un trabajo difícil, paciente y de resultados
lentos, pero no queda otro.
El límite del 15 M es que,
acertando en una parte importante del diagnóstico, no ha sabido traducirlo
hasta ahora en influencia y resultado político. El del 28 S es que ha
renunciado a hacerlo y se ha quedado, aunque no fuese la intención de sus
participantes, en la descalificación de la política.
La responsabilidad en la
situación de los partidos de la izquierda, su renuncia a cambiar el fondo y la
forma de hacer la política son obvios y requerirían mayor análisis. Pero si el
malestar generado por las políticas del PP, si su desgaste no se traduce en una
pérdida de la mayoría de su representación, la movilización habrá tenido un
efecto limitado, y la frustración con la política crecerá. Esto es lo que mejor
le viene a la derecha, a la política y, sobre todo, a la económica, que trabaja
para ello desde hace mucho tiempo.
Andrés Gómez
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