sábado, 6 de octubre de 2012


EL 25 S NO ES EL 15 M
 

El Ministerio del Interior acusa a los manifestantes del 25 S de querer tumbar el sistema. Días antes de la manifestación Dolores de Cospedal y la Delegada del Gobierno en Madrid, Cristina Cifuentes, caldean el ambiente comparando esa manifestación con el intento de golpe de estado del 23 F. Los hechos de esa manifestación y de como de una protesta pacífica se exprime la imagen de violencia, son suficientemente conocidos. Como lo es el intento fallido de criminalizar a sus organizadores, intentando su imputación por delito contra las instituciones del Estado, por una supuesta intención de ocupar el Congreso de los Diputados, de la que nadie vio ni un atisbo y, consecuentemente, ha sido rechazada por la Audiencia Nacional.
 
De las barbaridades que sobre ello han vertido desde el TDT party y otros sectores de la extrema derecha más vale ni hablar.
 
Vueltas las aguas a la tranquilidad, salvo los excesos valorativos del Juez Pedraz y los mayores excesos del popular Rafael Hernando,  y eximidos promotores y asistentes de cualquier responsabilidad, es oportuna una reflexión política profunda sobre los objetivos de los manifestantes y el efecto real de la manifestación. Porque, pese a las comparaciones interesadas, ni en sus objetivos, ni en su desarrollo y efectos, el 25 S  tiene que ver con el 15 M.
 
El 15 M ponía el foco en la crisis y sus causantes, un sector financiero sin control, denunciaba que los paganos eran los que no tenían responsabilidad alguna, defendía el estado de bienestar y la necesidad de regenerar la política, en suma. El 25 S olvida todo eso y se convierte en una arremetida, sin matices, contra los políticos elegidos.
 
Objetivamente, tal como se ha planteado, convierte la reivindicación en un arma en manos del PP, o al menos de sus sectores más derechistas. Les da armas ideológicas porque, independientemente de sus fallos y los problemas existentes, no se puede rechazar, de forma inconsciente, la democracia representativa -ya les gustaría a algunos que no hubiese elecciones- y también armas políticas, porque los eslóganes de la manifestación y el uso de la fuerza pública les sirven para apretar las filas de los suyos y tapar el desgaste que sus recortes les están produciendo entre sus votantes.
 
Además, a la concepción política de ese PP ya le viene bien un ambiente contrario a los políticos -la política- que les permite, a rio revuelto, proponer reducciones de representantes o eliminación de sus sueldos, que solo les benefician a ellos y buscan oligarquizar aún más, a su favor, la política.
 
Independientemente de sus objetivos, los que promueven, en lugar de la regeneración de la política, un discurso simplista contra los políticos, contribuyen a los intereses de un PP, que busca restringir la democracia. Al que le vienen mejor, sin que llegue la sangre al rio, manifestaciones en que algunos provocadores o descerebrados contribuyan a la imagen de violencia, que acciones más masivas, aunque se minimicen, responsables y que creen conciencia de la necesidad de trabajar pacientemente para recuperar la política.
 
Porque el malestar sobre la política y los políticos es un dato, el problema es como regenerarla, tras años y años de hegemonía conservadora, y en un contexto de globalización sin reglas que la ha debilitado profundamente. En un marco degradado, en que una parte del mundo de los negocios ha conseguido corromper a una parte del mundo de la política, aunque cuando se habla de corrupción casi siempre se habla de los corruptos y casi nunca de los corruptores.
 

Tan obvia es la necesidad de regenerar la política como la dificultad para hacerlo. Quien se crea que puede hacerse de la noche a la mañana incurre en una gran torpeza. Y quien crea que la necesidad de mejorar la participación de los ciudadanos se puede hacer a costa de la democracia representativa, comete una tremenda equivocación.
 
En sociedades complejas y de masas como las que vivimos, las elecciones de representantes políticos son imprescindibles y para que existan elecciones democráticas, las organizaciones políticas, es decir los partidos son insustituibles. Se puede, y en nuestro caso se debería, cambiar la Ley electoral, pero sin simplezas, porque su principal déficit es la representatividad, el que haya diputados que valgan el triple o más de votos que otros. Y sin embargo el voto directo al representante no sólo es un problema menor -en sistemas como el norteamericano, el británico o parcialmente en el italiano la corrupción existe aunque se traslade del partido al candidato- sino que puede limitar, vía voto mayoritario, aún más la representatividad y beneficiar a los partidos o candidatos que tengan más dinero para las campañas.
 

Por eso el problema principal son los partidos, el cómo se puede abordar una reforma y renovación de sus estructuras y funcionamientos, cómo se hacen más democráticos y conectan y responden mejor al apoyo y los intereses de sus electores, lo que no es fácil dados los vicios acumulados durante años en sus aparatos, y la presión creciente que desde los aparatos económicos se ha ejercido sobre ellos. Y éste no es un problema general, porque los ciudadanos que se ubican más a la izquierda en política son, lógicamente, más exigentes con sus representantes que los de la derecha.
 
Pero los que ahora denuestan a los políticos deben ser conscientes de que los logros que ahora nos recortan y defendemos, han sido posibles por la política. Que la mayoría de los equipamientos e infraestructuras que hoy tenemos se deben a la democracia y la política, que la educación, la sanidad, los servicios sociales, o las pensiones universales se consiguieron en democracia y con la política.


Que nadie equivoque el blanco, hay que denunciar a los políticos corruptos o acomodaticios, no a todos los políticos. Hay que presionar a los partidos para que cambien, hay que entrar en los partidos para cambiarlos o hay que crear nuevos partidos, con mayor participación y apoyo para tener representación política, no descalificar a los partidos de forma general. Es un trabajo difícil, paciente y de resultados lentos, pero no queda otro.
 
El límite del 15 M es que, acertando en una parte importante del diagnóstico, no ha sabido traducirlo hasta ahora en influencia y resultado político. El del 28 S es que ha renunciado a hacerlo y se ha quedado, aunque no fuese la intención de sus participantes, en la descalificación de la política.
 

La responsabilidad en la situación de los partidos de la izquierda, su renuncia a cambiar el fondo y la forma de hacer la política son obvios y requerirían mayor análisis. Pero si el malestar generado por las políticas del PP, si su desgaste no se traduce en una pérdida de la mayoría de su representación, la movilización habrá tenido un efecto limitado, y la frustración con la política crecerá. Esto es lo que mejor le viene a la derecha, a la política y, sobre todo, a la económica, que trabaja para ello desde hace mucho tiempo.
 

 Andrés Gómez

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