sábado, 5 de mayo de 2012


LA DISCUSIÓN SOBRE LOS PEAJES

Un ejemplo de la estupidez y codicia del sistema

Corrían tiempos de Franco cuando se empezaron a construir autopistas en España. Entonces a nadie se le pasaba por la cabeza que estas infraestructuras fuesen gratuitas y se limitaban a aquellos territorios desarrollados, con alta densidad de tráfico y construidas, por supuesto, mediante concesión a grandes compañías relacionadas con las constructoras, con el consiguiente cobro de peaje.

Así, las grandes autopistas se construyeron en el País Vasco (desde Burgos) y Cataluña (desde Zaragoza y Valencia), con algún añadido como el Túnel de Guadarrama en Madrid, el tramo de Sevilla a Cádiz o la del Atlántico en Galicia -empezada con Franco y acabada en democracia- y la peculiaridad de un pequeño tramo gratuito en Madrid, en la carretera de Colmenar, cuyo objetivo no era tanto el tráfico de civiles, como el dar acceso fácil a la capital para los tanques de la Brigada Acorazada Brunete.

En los primeros años de democracia y, sobre todo, con los primeros gobiernos socialistas, este modelo varió, optándose por construir autovías sin peajes, en la idea de que servicios e infraestructuras públicas debían financiarse con impuestos y no con pagos directos, con la anomalía de que las dificultades económicas para rescatar las concesiones dejaron los peajes en todos los tramos, que además eran los más rentables, que los tenían.

Obviamente era una opción política, porque en la Europa a que nos dirigíamos coexistían los dos modelos, ejemplificados en el gratis alemán y el de pago francés, pero entonces a nadie le inquietaba, porque en las nuevas carreteras el tráfico no era tan extenso como fue después y a las constructoras les atraía más el negocio de la construcción que el riesgo de los peajes.

A principios de los noventa del siglo pasado, siendo Ministro de Obras Públicas el socialista Josep Borrell, finalizaba el período de concesión de las autopistas catalanas y se planteó seriamente la recuperación de la concesión, que finalmente no se hizo, por presiones de las concesionarias, ejercidas a través de la Generalitat, entonces presidida por Jordi Pujol, a cambio de construir carriles adicionales desde Barcelona hasta la frontera francesa.

En este caso, obviamente, el cobro era mejor negocio que la construcción. El incremento del número de vehículos y del tráfico empezaba a hacer atractivos los peajes, con la dificultad de que, en esos años, se había construido una red de autovías gratuitas muy potente, que no era fácil de privatizar tanto por la posible contestación social, como, en algunos casos, por la baja rentabilidad.

Y en esto llegó el PP: Rafael Arias Salgado y Álvarez Cascos fueron ministros del ramo y pergeñaron una nueva ola de autopistas de peaje, las radiales -R- construidas todas en torno a Madrid. De nuevo la idea era sacar rendimiento económico al alto flujo de vehículos que se mueve desde y en el entorno de la capital.

Menos importante económicamente, pero no menos políticamente por la influencia en otras comunidades, es la construcción en la Comunidad de Madrid en el último decenio de autovías como la M 45 o la M 501, aparentemente gratuitas, pero con peaje en la sombra, es decir que se paga a las concesionarias, en función de uso, por todos los madrileños desde los presupuestos regionales.

No es ocioso recordar la historia, justo en el momento en que  coinciden en el tiempo, la protesta en Cataluña de sectores que han sacado a colación el agravio comparativo del pago de peajes en unos lugares y la gratuidad en otros, con la ofensiva ideológica del PP para introducir el pago de peajes en todas las autovías, porque nos recuerda que las derechas, CiU en Cataluña y PP en España, son las que mayor entusiasmo han mostrado, con crisis o sin ella, por los peajes y el negocio que pueden representar.

El problema es que ahora esa política no sólo es impopular, sino que pone en evidencia que los que nos mandan son menos listos y eficientes que lo que nos quieren hacer creer. Porque bajo el argumento demagógico de que no es justo que todos paguemos por unas carreteras que usan sólo los automovilistas -lo que ha sucedido hasta ahora sin problemas- se esconde otro problema más real como es la situación, salvo excepciones, ruinosa de unas autopistas Radiales que no tienen el tráfico previsto o unos costes de peajes en sombra con los mismos problemas, que ha llevado a presiones de las concesionarias para resarcirse de esa situación u obtener rescates de las concesiones en condiciones ventajosas.

Pero fueron ellos los que decidieron afrontar obras cuyo uso está demostrando que eran menos necesarias de lo que decían y, una vez más, pretenden que sean los ciudadanos los que carguen con las consecuencias, en forma de pago, de sus decisiones. Es de nuevo una combinación equilibrada de que muchas obras no han respondido al interés general, sino al de los que las hacían, es decir de la estupidez e ineficacia de los que decidían y de la codicia de los que las hacían.

Es obvio que la opción de peajes, de haberse generalizado en su momento, hubiese dejado a territorios con menores niveles de población y tráfico con peores infraestructuras viarias. Pese a ello, el problema no es la opción de pago o no pago, si se tratase de una decisión política, adoptada en otro momento, dentro de un modelo general y que afectase por igual a todos.

El problema es utilizar, una vez más, la crisis para justificar un cambio diseñado sólo al servicio de negocios privados, que no supondrá ningún ahorro sino simplemente cambiar dinero de manos de los usuarios a los de las empresas concesionarias, tanto actuales como las que se podrían generar para gestionar los nuevos cobros, cuya gestión la derecha  prevé, obviamente, privada.


 
Andrés Gómez

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