LA
DISCUSIÓN SOBRE LOS PEAJES
Un
ejemplo de la estupidez y codicia del sistema
Corrían tiempos de Franco
cuando se empezaron a construir autopistas en España. Entonces a nadie se le
pasaba por la cabeza que estas infraestructuras fuesen gratuitas y se limitaban
a aquellos territorios desarrollados, con alta densidad de tráfico y
construidas, por supuesto, mediante concesión a grandes compañías relacionadas
con las constructoras, con el consiguiente cobro de peaje.
Así, las grandes
autopistas se construyeron en el País Vasco (desde Burgos) y Cataluña (desde
Zaragoza y Valencia), con algún añadido como el Túnel de Guadarrama en Madrid,
el tramo de Sevilla a Cádiz o la del Atlántico en Galicia -empezada con Franco y acabada en democracia- y la peculiaridad de un pequeño tramo gratuito en
Madrid, en la carretera de Colmenar, cuyo objetivo no era tanto el tráfico de
civiles, como el dar acceso fácil a la capital para los tanques de la Brigada
Acorazada Brunete.
En los primeros años de
democracia y, sobre todo, con los primeros gobiernos socialistas, este modelo
varió, optándose por construir autovías sin peajes, en la idea de que servicios
e infraestructuras públicas debían financiarse con impuestos y no con pagos
directos, con la anomalía de que las dificultades económicas para rescatar las
concesiones dejaron los peajes en todos los tramos, que además eran los más
rentables, que los tenían.
Obviamente era una opción
política, porque en la Europa a que nos dirigíamos coexistían los dos modelos,
ejemplificados en el gratis alemán y el de pago francés, pero entonces a nadie
le inquietaba, porque en las nuevas carreteras el tráfico no era tan extenso
como fue después y a las constructoras les atraía más el negocio de la
construcción que el riesgo de los peajes.
A principios de los
noventa del siglo pasado, siendo Ministro de Obras Públicas el socialista Josep
Borrell, finalizaba el período de concesión de las autopistas catalanas y se
planteó seriamente la recuperación de la concesión, que finalmente no se hizo,
por presiones de las concesionarias, ejercidas a través de la Generalitat,
entonces presidida por Jordi Pujol, a cambio de construir carriles adicionales desde
Barcelona hasta la frontera francesa.
En este caso, obviamente,
el cobro era mejor negocio que la construcción. El incremento del número de
vehículos y del tráfico empezaba a hacer atractivos los peajes, con la
dificultad de que, en esos años, se había construido una red de autovías
gratuitas muy potente, que no era fácil de privatizar tanto por la posible
contestación social, como, en algunos casos, por la baja rentabilidad.
Y en esto llegó el PP: Rafael
Arias Salgado y Álvarez Cascos fueron ministros del ramo y pergeñaron una nueva
ola de autopistas de peaje, las radiales -R- construidas todas en torno a
Madrid. De nuevo la idea era sacar rendimiento económico al alto flujo de
vehículos que se mueve desde y en el entorno de la capital.
Menos importante
económicamente, pero no menos políticamente por la influencia en otras
comunidades, es la construcción en la Comunidad de Madrid en el último decenio
de autovías como la M 45 o la M 501, aparentemente gratuitas, pero con peaje en
la sombra, es decir que se paga a las concesionarias, en función de uso, por
todos los madrileños desde los presupuestos regionales.
No es ocioso recordar la
historia, justo en el momento en que coinciden en el tiempo, la protesta en
Cataluña de sectores que han sacado a colación el agravio comparativo del pago
de peajes en unos lugares y la gratuidad en otros, con la ofensiva ideológica
del PP para introducir el pago de peajes en todas las autovías, porque nos
recuerda que las derechas, CiU en Cataluña y PP en España, son las que mayor
entusiasmo han mostrado, con crisis o sin ella, por los peajes y el negocio que
pueden representar.
El problema es que ahora
esa política no sólo es impopular, sino que pone en evidencia que los que nos
mandan son menos listos y eficientes que lo que nos quieren hacer creer. Porque
bajo el argumento demagógico de que no es justo que todos paguemos por unas
carreteras que usan sólo los automovilistas -lo que ha sucedido hasta ahora sin
problemas- se esconde otro problema más real como es la situación, salvo
excepciones, ruinosa de unas autopistas Radiales que no tienen el tráfico
previsto o unos costes de peajes en sombra con los mismos problemas, que ha
llevado a presiones de las concesionarias para resarcirse de esa situación u
obtener rescates de las concesiones en condiciones ventajosas.
Pero fueron ellos los que
decidieron afrontar obras cuyo uso está demostrando que eran menos necesarias
de lo que decían y, una vez más, pretenden que sean los ciudadanos los que
carguen con las consecuencias, en forma de pago, de sus decisiones. Es de nuevo
una combinación equilibrada de que muchas obras no han respondido al interés
general, sino al de los que las hacían, es decir de la estupidez e ineficacia
de los que decidían y de la codicia de los que las hacían.
Es obvio que la opción de
peajes, de haberse generalizado en su momento, hubiese dejado a territorios con
menores niveles de población y tráfico con peores infraestructuras viarias.
Pese a ello, el problema no es la opción de pago o no pago, si se tratase de
una decisión política, adoptada en otro momento, dentro de un modelo general y
que afectase por igual a todos.
El problema es utilizar,
una vez más, la crisis para justificar un cambio diseñado sólo al servicio de
negocios privados, que no supondrá ningún ahorro sino simplemente cambiar
dinero de manos de los usuarios a los de las empresas concesionarias, tanto
actuales como las que se podrían generar para gestionar los nuevos cobros, cuya
gestión la derecha prevé, obviamente,
privada.
Andrés
Gómez
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